La ciudad de Cebú ha sido la encargada de prepararnos la despedida de este país tan singular, que nos ha costado tanto comprender y al que sabemos que tenemos que regresar para poder atar cabos. Después de varios días en pequeños pueblos cercanos al mar, llegamos a la segunda ciudad más grande del país para pasar los últimos dos días, y al igual que a Manila, queríamos darle una pequeña oportunidad y ver si realmente escondía algo genuino. Nuestro único objetivo era caminar y tratar de descubrir porqué los otros no locales que nos acompñaban en el autobús metieron directamente en un taxi hacia el aeropuerto nada más alcanzar la estación de autobuses. ¿Tanto desprecio merecería?
Las calles del centro de Cebú tienen el aspecto de haber luchado por sobrevivir a terremotos y tifones, y es en realidad en lo que se empeñan día tras día, en resistir las adversidades de la madre tierra. Los pequeños riachuelos que cruzan la ciudad están atestados de basura, cientos de miles de envases de colores forman parte su caudal. ¡Nunca había visto nada igual! Cuando lo observé por primera vez, busqué la mirada cómplice de algún local que hiciese algún gesto, pero era obvio que la sorpresa era sólo la nuestra. Para los cebuanos y las cebuanas aquello era parte de su ciudad.
Al levantar la cabeza se puede apreciar una maraña de cables neglos que parecen más propios de una obra de arte de un museo contemporáneo que un necesidad la vida moderna. De fondo, un cielo gris que no sabría atinar bien si eran nubes, contaminación o ambas cosas entrelazadas.
Las aceras apenas existen fuera de las avenidas principales, convirtiendo así en una ardua tarea el transitar sin preocuparse de que cualquier vehículo destartalado, a su velocidad máxima, te lleve por delante. Por puro instinto de supervivencia, hicimos todo el recorrido agarrados de la mano, como si realmente eso pudiera cambiar nuestra suerte.
Las guías de viajes advierten que es la ciudad más peligrosa del país y no recomiendan detenerse en ella, pero Ariel y yo quisimos jugar en contra de la normativa Lonely Planet. Me pregunto por qué se desaconseja visitar los sitios que se salen de la dictadura de la postal… ¿No es acaso parte del viaje descubrir qué pasa en esos lugares que están vetados en los catálogos?
En Cebú nos encontramos con la cotidianidad, sin atuendos. Por primera vez en todo el mes que pasamos en Filipinas, nadie intentó transportarnos o vendernos algún producto. Paseamos por las calles pasando desapercibidos entre la multitud, apreciados solamente por la miradas de grupos de niños y niñas, que abrían los ojos con sorpresa y se reían por la rareza de encontrarnos caminando con una cámara y un mapa en la manos.
Debido a la furia con la que transcurren las grandes ciudades, pudimos disfrutar en medio de la multitud de un anonimato que no habíamos sentido ni en los lugares más remotos de las Visayas Orientales, y nos encantó. La invisibilidad de la que disfrutamos en Cebú fue recibida con similar nivel de simpatía que el que nos causaba al inicio del viaje ser interceptados por locales sin pausa. Mereció la pena hacerle un hueco a Cebú, porque en definitiva también es la Filipinas que hemos venido a ver. De hecho, en este viaje me estoy dando cuenta de que todos los lugares merecen la pena. Y si en algún momento he dicho lo contrario, con la satisfacción que provoca el binomio error-aprendizaje, me desdigo y me absuelvo.